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Patrimonio y Branding

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Un vistazo distraído a los lineales de una gran superficie de consumo, incluso la somnolienta atención que desde el sofá vamos a dedicar al torrente publicitario que interrumpe nuestro zapeo, dará cuenta de la notable cantidad de elementos icónicos del patrimonio cultural que desde las distintas marcas comerciales, y con una estrategia más o menos torticera, se emplea como reclamo hacia una audiencia y futurible clientela que en principio acogerá estas referencias con desigual interés. Emblemas identificativos de sociedades mercantiles que, no hará falta concretarlo, en abultada proporción no hacen guardar relación alguna entre el objeto de su actividad económica y la proyección cultural de la que se sirven.  A este desfile de lo subliminal están invitados fabricantes de automóviles, moda deportiva, perfumes, alimentación, destacando aquí la parcela de elevada graduación que ofrece un nutrido catálogo de bebidas alcohólicas, e incluso las propias agencias de marketing. Compradme porque esta es mi imagen.
Sentenciar que una mayoría social desprecia su herencia cultural sería excesivo. Matizar que este amplio espectro ciudadano mantiene una relación complicada con su patrimonio refleja de modo más certero la tensión que proyecta el diálogo entre un objeto mudo y un público reacio. Problema, éste, de base educativa –entender para estimar– que desde luego escapa a las ambiciones de este artículo. ¿Pero por qué entonces habría de confiar una empresa su identidad corporativa a un embajador tan poco valorado?

Tipografías inspiradas en fuentes paleográficas, vocablos grecolatinos, litografías con paisajes fosilizados en su estampa de ruina romántica, perfiles esquemáticos de fortificaciones, construcciones religiosas o prodigios de la ingeniería romana, personajes históricos redivivos para la ocasión y eltrending topic, la mitología clásica, ofrecen algunos recursos visuales de fácil reconocimiento desde los que comunicar marca. Este mensaje además amplificará su impacto en los mercados locales en tanto éste sepa vincularse a un icono que la comunidad reconozca como propio, lo que supone la más literal asunción del término patrimonio. El castillo de mi pueblo, la ermita de mi comarca, el nombre antiguo de mi municipio, el filósofo que nació en mi tierra, lo que nuestros abuelos y padres nos legaron. Patrimonio como símbolo de pertenencia, un espejo por cuyo reflejo la colectividad ve reforzados los lazos que la aúnan: en Villarriba dejamos caer la iglesia a pedazos por la falta de acuerdo vecinal, pero que no venga Villabajo a afeárnoslo. Y ya se sabe, para convencer, puesto que esto en esencia consiste vender, nada como la vinculación afectiva. La lagrimita.
Escribe Josep Ballart que “en un mundo cambiante y dinámico como el actual, en el que el tiempo es oro, las cosas que permanecen atraen la atención de una manera peculiar”. Empezamos a entender que un mundo tan evanescente como el actual requiere de anclajes que ayuden a sobrellevar el vértigo del vivir cotidiano. Una pausa terapéutica frente al expreso de información, estadística y opinión que nos atropella cada día. Cosas que simplemente estén ahí. En este sentido el patrimonio cultural transmite valores de estabilidad, inmanencia y seguridad. Ha atravesado los siglos manteniendo un cierto grado de preservación y ello es hoy sinónimo de eficacia y fiabilidad. El contacto con él nos infunde de una eternidad que trasciende el espacio finito de la vida humana en el que existe cuanto conocemos. Ya no se construye como antes, escuchamos, y automáticamente hacemos pie en un pretérito en el que en realidad jamás estuvimos. Recordemos también cómo reforzamos un argumento al tildarlo de histórico como sinónimo de auténtico. Esto es histórico, esto pasó, esto no admite discusión. Un marchamo de calidad. 

Aunque nuestra particular travesía en el desierto de lo económico esté reconfigurando los hábitos de consumo de la sociedad, e incluso aunque esta deriva pueda estar ampliando la brecha entre el grueso del público y el acceso a los equipamientos culturales, el patrimonio mantiene intacta una ventaja de mercado: el prestigio asociado a su uso. Frente a otras opciones de recreo en el tiempo libre cuya apuesta resulta hoy en gran parte más asequible, el individuo se envanecerá ligeramente ante su concurrencia si es para narrar su reciente visita a un museo o monumento. Obviando unos intereses personales que no vienen al caso, Paco Pérez sabe distinguirlo: podía haber ido al bar, al karaoke con su cuñado o a una fiesta ibicenca, pero eligió ir al Museo Arqueológico Nacional. Cabe cuestionar esta vitola de superioridad moral que inconscientemente atribuimos al hecho intelectual, seamos más o menos devotos en su práctica, máxime cuando este prejuicio puede incidir en la distancia –o abierta hostilidad– entre el patrimonio y los segmentos más desfavorecidos de la población, pero la construcción mental a la que se alude es hoy instintiva y los publicistas, atentos a las debilidades humanas, no lo ignoran.

Pau Rausell, investigador de la economía de la cultura en el departamento de Economía Aplicada de la Universidad de Valencia, asistía hace unos meses a las jornadas “El Patrimonio Histórico y la Economía de la Cultura”. Allí se preguntaba irónico si en un futuro próximo no acabaremos catalogando como patrimonio histórico un área de apartamentos de costa de cierta solera construidos en la década de los ochenta y muy reconocidos en el ámbito valenciano. Añadía que puesto que no dejamos de generar manifestaciones culturales, en un volumen que cada plantea mayores retos a su conservación, nos aproximamos a un momento de mixtificacion en el que resultará ineludible decidir con precisión qué es y qué no es patrimonio. Todo puede ser patrimonio, concluía, dependiendo del discurso que le acompañe. El discurso. Como la función hace al órgano, el discurso hace al patrimonio.
Deporte y Medio Ambiente han sabido en los últimos años vincular su práctica a la salud, el bienestar y la felicidad. Una relación que sin ser menos cierta supone una estrategia de marketing acertadísima, todo un éxito de comunicación. Los publicistas, como operarios de un rayo catódico de mediatización de masas, han sabido leer las potencialidades del patrimonio como tal vez no lo hayan hecho los agentes culturales dedicados a la interpretación, salvaguarda y difusión del mismo. Pero, ojo, aún tenemos tiempo: ellos venden la imagen del patrimonio, no éste en sí. Si, habiéndoles observado, reaccionamos y recuperamos nuestro propio discurso, aún podremos impedir que nos lo devuelvan convertido en un cascarón vacío.


Quique Macías.




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